El funambulista imbatible

Contribución a la comedia de Tahiche Díaz

Ramiro Carrillo

19 de febrero de 2016.

Dante Alighieri representó el infierno como una inmensa sima en forma de cono invertido, donde los condenados penaban en nueve círculos concéntricos, ubicados en cada nivel según la gravedad de sus pecados, juzgada por el grado de premeditación. El primer círculo era el limbo, donde estaban los paganos que fueron hombres justos, o aquellos que murieron sin bautismo. En los círculos siguientes se encontraban los viciosos, que pecaron por no poder refrenar sus instintos. Más abajo estarían los que cometieron actos de violencia llevados por arrebatos de la pasión o del temperamento. Y finalmente, en las estancias inferiores, quienes pecaron con pleno conocimiento, mediante actos de voluntad consciente: en el octavo círculo ladrones, estafadores, falsificadores, hipócritas, aduladores, brujos, astrólogos, adivinos y políticos corruptos; y en el noveno, los traidores. Abajo, en el centro del infierno, el traidor supremo, el Ángel Caído. Satanás, el origen del mal.

En La Divina Comedia, de una manera claramente jerarquizada, la virtud se asocia con la fe y el mal con la razón y la conciencia. Desde el Génesis, la serpiente encarna el mal porque ansía el conocimiento y entonces abandona la fe; es por ello que Dante la sitúa en el centro del infierno, en el lugar más alejado de la luz. Dante era un hombre inteligente, no tenemos motivos para dudar de su perspicacia. Por eso creo que Tahiche Díaz, como un hombre que quiere conocer, que revuelve inquieto la hojarasca del árbol del arte, la ciencia y el conocimiento, sin duda está en el infierno. Su obra, densa, poliédrica, escurridiza, osada y vulnerable a la vez, irritante y admirable, me ha parecido estos meses un babel de significados y relaciones inciertas, el justo castigo para el pecado de arrogancia de quien cree conocer el arte. Y desde el círculo en el que escribo, a más de un año vista desde que empecé este texto infernal, no puedo más que empezar agradeciendo al autor que me haya permitido acompañarle en su aventura.

8 de noviembre de 2014.

Hace más de diez años que Tahiche Díaz trabaja en Bajamar, un pequeño pueblo del norte de Tenerife, embutido entre una costa agreste de mar hermoso y arisco y las paredes rotundas de las montañas occidentales del macizo de Anaga. Situada en los bajos de un chalet construido en los setenta, la vivienda y estudio del artista es un apartamento subterráneo de unos cien metros cuadrados, de temperatura amable y luz monacal, al que se accede bajando unas escaleras desde el soleado jardín. Con todas sus habitaciones repletas del trabajo del artista [salvo una de ellas, en la que a duras penas se abren hueco una cama y un armario ropero], al entrar mi primera sensación fue el golpe del contraste entre el revuelto ambiente del estudio y el del mortecino barrio residencial en que se encuentra. El descenso a los dominios de este escultor imprevisible me hizo pensar en las grutas de las maravillas de los cuentos orientales, en las atestadas tumbas–morada de los faraones, en las famosas catacumbas bajo el esplendor de Roma, y [cómo no] en la consabida caverna de Platón; y entonces por un momento creí haber desentrañado el pasado interés del artista por los juegos de figuras y de sombras, por las «casas del alma» delos antiguos, por las pinturas rupestres en las cuevas paleolíticas y los gabinetes de curiosidades donde, en el siglo XVIII, se ensayaron las taxonomías con que concebir un mundo hasta entonces desconocido.

Me encontraba en el obrador de un artista inquieto y curioso, enfebrecido y barroco, veloz y fecundo. Por todas partes, atestando los rincones, casi diría rezumando de las paredes, un pandemónium de cosas: obras terminadas y piezas a medio hacer, bocetos en papel y en barro, los más diversos restos de procesos de trabajo; esculturas, esculturillas, pisapapeles y miniaturas, reproducciones, maquetas y objetos encontrados, cuadernos de notas y libros de dibujo, trozos de piezas rotas; dibujos, pinturas y murales, fetiches y bichos disecados, paisajes y autorretratos, muestrarios de pruebas, proyectos, ocurrencias y disparates, módulos y moldes, muñecos, abstracciones y mecanismos; tres decenas de dummies de terracota, una pecera con esculturas dentro, unos cabezudos de papel maché, un dinosaurio de cartón que se transforma en una central térmica, y al final, en el rincón más alejado de la luz, un personaje sin manos con un sorprendente parecido a Benedicto XVI.

Era realmente un descenso al inframundo, entendido como el abandono del orden de la realidad para entrar en un espacio sin coherencia; no me refiero a que gobernara el delirio, era más bien como si hubiera una suerte de suspensión del orden, algo parecido a ese momento de tránsito entre el sueño y la vigilia, cuando aún somos conscientes de estar soñando algo que, a la vez, nos parece completamente real.

Dicen los que saben que un buen café, en su momento, serena el pensamiento agitado. Buscamos hueco en el sofá para sentamos y lo tomamos bien conversado, como gustaba a García Márquez. Tahiche me explicó su proyecto de exposición, que se iba a vertebrar como la crónica de una expedición al espacio; una suerte de relato visual a medio camino entre la ciencia ficción, la ilustración fantástica, la literatura esotérica y el libro de viajes. Los propósitos del artista incluían producir esculturas e instalaciones que evocarían las muestras recogidas en un planeta imaginario, y otras obras que simularían relatos o epopeyas, junto a documentación sobre el proceso de trabajo, excursos, declaraciones y digresiones diversas. Un conjunto heterogéneo y disgregado de obras que se planteaban como un gran diorama, como una suerte de museo razonado del catálogo de intereses del artista: su fascinación por la ciencia como material retórico, su concepción del proyecto artístico como viaje, su atención a los mecanismos y la ingeniería, su apelación al valor discursivo de la habilidad manual, su vocación de proyectarse desde lo artístico hacia lo político, y ante todo, su intención de producir esculturas locuaces, capaces de ser eco de todo ello.

El texto con que presentaba la exposición simulaba un pasaje de ciencia ficción, a modo del avance de una película:

«El Paseante 45454573–H regresa a casa de su misión de 1460 días en busca de paraísos probables. Pero el viaje siempre cambia al viajero, la comunicación ya no es fácil: La información está fragmentada y el astronauta desmemoriado. El atestado busca reconstruir lo sucedido, reúne las evidencias y las despliega en las siguientes secciones: Investigaciones, Informes, Material gráfico, Recuerdos, Sueños y escrituras».

De una manera sorprendentemente directa, el proyecto se presentaba bajo la forma de un relato novelado, basado en una historia inteligible que aparentemente [sólo aparentemente] podría ser interpretado de manera coherente y llevar a una conclusión. Esta estructura ya estaba presente en sus últimas exposiciones; en «Diario de Rimas y Muecas» (2009) concebía sus obras como un entrar y salir de lo literario, donde el aparato narrativo de las piezas se sobreponía, casi siempre, a su estructura formal, incluso a la trama de referencias a la historia del arte que el autor gustaba urdir en sus obras. Aquí sin embargo el relato era más claro y totalizador, planteando el proceso artístico como travesía y las esculturas como muestras recogidas en la exploración o bien la crónica de las vivencias del camino.

El café era un colombiano suave, entraba bien. Pero su proyecto me pareció arriesgado. Todo el aparataje narrativo que estaba planteando amenazaba, a mi juicio, con hacer parecer su obra como la ilustración de unos ciertos contenidos, y ciertamente pocos términos son más alérgicos al arte contemporáneo que «ilustrativo». Desde Manet ese adjetivo es en pintura sinónimo de antiguo o incluso de «apictórico», desde Greemberg tiene un nombre del que los verdaderos artistas modernos [y la mayor parte de los postmodernos] huyen como la peste: kitsch.

Desde esta perspectiva, hay que reconocer que los pecados de Tahiche Díaz son ciertamente terribles, porque su trabajo es narrativo y conscientemente descriptivo en dos niveles: en la forma de resolver las piezas individuales, concebidas como grupos escultóricos donde varias figuras interactúan creando una situación que, a modo de foto instantánea, desarrolla un relato, pero sobre todo [y lo que quizás sea más chocante] en el conjunto del proyecto, vertebrado alrededor de la historia del astronauta.

Con la prudencia que se requiere en estos casos, advertí al artista de los peligros de su viaje, pero Tahiche estaba realmente apasionado con su trabajo. Irrefrenable y vivaz, destripó con endiablado detalle los engranajes del proyecto: a partir de la idea del proceso artístico como expedición, jugar con la retórica de la ciencia y el museo, disfrazar el discurso con el relato, concebir la escultura como barricada. Casi todo obras recientes, también algunas antiguas, muchas en proceso y en proyecto. Piezas abstractas, otras ilustrativas, otras alegóricas en modos distintos. Cerámicas, instalaciones, fotografías, bronces, collages, dibujos, proyecciones. Esculturas de suelo, de pared, exentas. Piezas que se mueven, que se iluminan, que silban. Obras únicas, series, colecciones, muestrarios, libros de bocetos. Y en el trasfondo, en el subsuelo, el surrealismo, la botánica, el carnaval, la taxonomía, cierto inconfeso erotismo, El Bosco, la mente en la caverna de Lewis–Williams, la odisea del espacio de Kubrick, el circo, los desfiles y la manifestación.Claramente aquello parecía un pequeño jardín de las delicias, la divina comedia de Tahiche Díaz.

Eché un vistazo a la cocina, en busca de dos coronas de laurel.

12 de marzo de 2015.

Quedamos para vernos al mediodía de un viernes, justo a la hora de almorzar. El proyecto estaba adelantado y se trataba de concretar cuestiones de la exposición y del texto. Hacía un día ventoso, la brisa del mar llegaba refrescante hasta el pueblo, aunque a decir verdad se notaba poco en el estudio. Tomamos un vino agradecido y una ensalada muy honesta, acompañando a un plato que ahora no recuerdo. Pero recuerdo bien la agilidad del salto con que Tahiche pasó por encima del sofá del salón para traer servilletas a la mesa.

La agilidad es una cualidad interesante en un artista. La cultura puede llegar a ser algo muy pesado, y es de admirar cuando una obra de arte envuelve su complejidad en una forma ligera, fluida, como sin esfuerzo. Cuando el salto supera el obstáculo con un movimiento necesario, elegante, elocuente, fácil. El fin de toda pirueta es engañar a la gravedad, pero eso debe hacerse con respeto; porque los artistas, como los acróbatas, saben por instinto que su acción no suprime el problema, sólo lo sortea. Pero su trabajo es saltar. Y hay que reconocer que a veces ese breve instante en que el cuerpo suspende su peso y se diría que lo imposible puede llegar a pasar, ese instante a veces merece la pena.

Se me ocurre entonces que Tahiche es una liebre: inquieto, sagaz, curioso y ligero; elegante y nervioso, que abarca territorio a fuerza de velocidad. Pero él contradice rápidamente mi filigrana: se ve más como un elefante. Según se dice, el único mamífero incapaz de saltar.

Los elefantes, explica, tienen unas patas poderosas, como pesadas columnas que se asientan firmemente en la tierra y les mantienen en contacto con el orden de la materia, como principio de realidad. Pero a la vez, las extremidades de estos animales son receptores muy sutiles, capaces de percibir sonidos de baja frecuencia emitidos por otros elefantes a distancias muy lejanas. Esta mezcla de poderío y delicadeza, esta percepción de lo invisible y lo sólido, como de monstruo sensible, como de apisonadora sutil, hace del elefante, a ojos de Tahiche, un animal apasionante.

El interés del artista por estos mamíferos no sale en la conversación por casualidad. Tahiche acaba de completar una de las piezas centrales de la exposición, «Infrasonidos del lamento», un grupo escultórico que representa a dos elefantas arrastrando el cuerpo de un macho muerto y que va montado sobre una estructura que parece un palanquín para su transporte.

La imagen surgió de un documental sobre la vida en una aldea de domadores de elefantes. Situado en los márgenes de un río, el poblado ocupa un territorio donde habitan manadas de elefantes salvajes, a quienes los lugareños adoran como fuerzas esenciales y domestican como fuerza de trabajo. Para ellos, estos animales representan la dualidad ancestral de la relación del ser humano con una naturaleza benigna y a la par destructiva; con su inmenso poder vital y transformador.

El documental relata la aventura de un elefante domesticado que, arrebatado por su instinto, escapa de la aldea y se interna en el bosque, siguiendo el curso de un río. Allí se encuentra con un macho salvaje y pelean por el territorio. Pero una bestia de carga es pobre rival para un animal cuya ferocidad no está mediada por el garfio de los domadores, así que la lucha acaba con la pobre bestia dócil muerta en un remanso del río.

Para los aldeanos es vital retirar el cadáver para que no envenene el agua, así que lo enganchan a dos hembras con el fin de arrastrarlo a tierra. La tarea no es fácil, el cuerpo es enorme y el terreno tortuoso, y el esfuerzo de las elefantas genera una imagen intensa que, mediada por la mirada del artista, despliega poderosas resonancias: la esfera de lo femenino impidiendo que el cadáver de la masculinidad fracasada envenene el agua que alimenta el territorio de lo social. El mausoleo de la virilidad abatida por su propia decadencia. El esfuerzo extenuante de lo femenino que acarrea como una carga los restos de la masculinidad convertida en algo patético. O quizás, más general, la fuerza de la mansedumbre devolviendo el instinto de libertad al espacio del control social.

De primeras, la obra puede ser vista como una simple ilustración de una historia intensa y con un enorme recorrido psicológico. Sin embargo, la pieza tiene muchos, turbadores matices. Se trata de una suerte de monumento extraño presentado en un artefacto para acarrear, como el paso de una procesión, como el aparataje de una manifestación, como un enmarañado ataúd para un cortejo fúnebre. Los elementos no están claros, pero se diría que anudan dos dimensiones clave en la obra de Tahiche Díaz: la proyección de la metáfora privada en lo social [el homenaje póstumo al acto fracasado de rebeldía, el monumento a la memoria de quien se negó a acatar lo establecido] y la alusión a contenidos furtivos que parecen tener anclaje en miradas o percepciones de índole personal [las difusas resonancias de las enredadas relaciones entre la esfera de lo masculino y lo femenino]. Y, a la vez, en esta escultura se dan cita dos vectores que, desde otra perspectiva, interesan al artista: por una parte, una imagen poderosa, con un firme anclaje en lo material y en el voraz parloteo de su exuberante detalle técnico, y a la vez una fina sensibilidad, visible en los matices de un discurso intenso y sutil.

Aún quedaba un poco de vino. Pregunté a Tahiche si hay un componente sexual en su obra. Respondió que lo sexual es algo indirecto, no reside tanto en la psicología de las imágenes sino en su relación personal con el barro, en la sensualidad del juego de dominio y sumisión que se establece recíprocamente entre el artista y el material, cuando el intelecto y la premeditación se abandonan a lo táctil y lo intuitivo. Por supuesto, esta relación privada con el barro se proyecta hacia el discurso; no tanto en estas piezas narrativas como en las más abstractas, que son el resultado directo de un proceso consciente de interacción con el material. Es un obrar en el barro, y atender a lo que el propio material induce a obrar en él.

Esta vivencia intensa del proceso artístico como experiencia, en cierto modo trascendente, es un factor importante en el proyecto. Por una parte constituye un vínculo invisible entre las piezas abstractas y las narrativas, dos líneas de trabajo que a primera vista podrían parecer paralelas, sin conexión. Por otra, es la base que sustenta la concepción del proceso artístico como viaje; de hecho, es la razón de la presencia constante del autorretrato en el imaginario del artista: en las estatuas del autor, que parecen ser referencias y guías de la exposición, en sus frecuentes cameos entre las figuras de sus obras más teatrales y, en todas partes, injertado en las metáforas visuales: en la identificación con el elefante como una suerte de «tótem» animista personal, o con algunas otras imágenes presentes en su obra.

Resulta obvio apostillar que el astronauta desmemoriado es la transfiguración del artista cuyo trabajo es presentado como una aventura de exploración, pero quizás no lo sea tanto afirmar que su idea de viaje no queda contenida en la representación de los pormenores más o menos trascendentes de un proceso de conocimiento llevado a cabo mediante el arte, sino que apunta al trayecto vital de una persona que afronta la vida como una expedición. En este sentido, el muñeco del astronauta que nos encontramos aquí y allá entre el jaleo de figuras que componen su exuberante iconografía puede ser visto como la imagen de un sujeto cualquiera asistiendo asombrado al espectáculo de su propio universo psicológico, de su infierno personal.

24 de abril de 2015.

Tahiche Díaz representó su exposición como una escenografía en tres actos, donde las obras se situaban en ocho salas según el orden en el relato del astronauta desmemoriado. En la primera estancia recibe al visitante una escultura que representa a un bebé sonriente cuyas manos son una cuchara y un tenedor. Es el «Riente del pan» (2009), una figura grotesca que recuerda los inquietantes desvaríos de El Bosco, y también una auténtica declaración del artista: el Hombre representado como un niño que espera alimento, un angelito alegre hambriento de conocimiento. Esta estatua abre un sala dedicada a alumbrar la dialéctica entre el intelecto y el instinto, con dos obras que aluden a la biblioteca como motor [problemático] del pensamiento, y otras dos que remiten de diferente manera a lo telúrico [como problema]: unas falsas rocas [construidas con planchas de hierro] y un políptico de cerámica que parece estar ahí para señalar la simbología ancestral del barro, que, ya desde el génesis, es la materia esencial de la creación y la representación. Si el libro es una construcción conceptual y simbólica, el icono más evidente del pensamiento, el barro tiene que ver con el orden de la materia y el cuerpo. El madelman del astronauta, trasunto del propio autor, completa la escena. Las líneas maestras del discurso del artista quedan convenientemente presentadas en esta sala.

A partir de ahí, los senderos del jardín que es la exposición se bifurcan. En las cuatro salas de la izquierda se encuentra el enjambre de experimentos formales que, con el título de «sonidos del paraíso», se reúnen bajo la cobertura narrativa de ser las muestras recogidas por el astronauta en su viaje. Se presentan a modo de colección de un museo de ciencias, con el ojo puesto en los antiguos gabinetes de curiosidades, aunque esta disposición no pretende en realidad generar una ficción ilustrativa convincente, sino más bien aludir al orden taxonómico como primera base conceptual para comprender el universo,como el generador de las palabras con que definimos las cosas.

La instalación incluye numerosos objetos de diferentes tipos y tamaños, casi todos de cerámica, que plantean dos proposiciones escultóricas deliberadamente irritantes: una se refiere a las continuas reminiscencias a elementos botánicos y zoomorfos, viscerales y voluptuosos, creando una especie de orgía orgánica; la otra son los vidriados y colores brillantes que aparecen aquí y allí rememorando la más deplorable tradición de la cerámica de consumo. Entre unos y otros, el acabado de las piezas es endemoniadamente kitsch, a medio camino entre el peor Lladró y el peor Jeff Koons. Pero la depravación de Tahiche es aún mayor, si cabe: no contento con hacer pisapapeles, topes de puertas, lámparas y menaje absurdo, con resonancias a biología fantástica, a geología erótica, a flora disoluta y barroca, a casquería exótica, saca sus esculturas de paseo: las lleva a la playa, las hace caminar, las baña, las hace cantar. Como si fueran realmente organismos. Como holoturias de compañía.

Pero todo es un pequeño circo. Tahiche es el funambulista que ejecuta una pirueta dentro otra pirueta. Bajo el tinglado formal de las muestras de un planeta extraño, conforma un Jardín de las Delicias que en realidad es sólo una pantalla más [otra mueca del comediante, otro salto del funambulista] para representar el problema de la relación primera con la materia como un elemento esencial de la experiencia del conocimiento.

De hecho, el despliegue de alusiones formales no es más que un juego, la referencia más precisa para este trabajo debería ser el jazz, porque las piezas son antes que otra cosa improvisaciones, ejercicios para dialogar con el barro hasta conseguir una forma. Las obras son como meditaciones, una especie de ensayo del fluir con la materia; el autor se sitúa deliberadamente en el límite del conocimiento, en la zona oscura entre lo que sabe y lo que desconoce, entre su voluntad y la casualidad, entre su intelecto y su instinto. De esta manera, las reminiscencias orgánicas son una manera de poner de relieve el carácter fundador de la materia en la experiencia artística. Es como si quisiera hacer ver un primer estadio de la forma, una forma que, como los pecados más leves en Dante, serían de momento sólo el resultado de la incontinencia, del arrebato.

Las obras premeditadas se encuentran en las tres salas de la derecha. En la primera, el visitante se encuentra con la poderosa escultura de los elefantes, conformada como un aparato para acarrear que parece indicar la salida en procesión de las obsesiones del artista, como declarando la vocación de sacar a la calle los demonios internos, de trasladar el discurso privado al ámbito de lo público.

Sin embargo, en este desplazamiento, la obra clave es «Barritada», una extrañísima escultura que es un muro construido con ladrillos que son cabezas de elefante. Aquí el artista hace una diablura al corromper una estructura minimalista a la que no sólo le ha añadido trompas y cuernos sino que ha inyectado literatura [las paredes de las catacumbas, los muros construidos con los cráneos de los vencidos, el mito del cementerio de elefantes]. Y al hacerlo proyecta una escultura que pretende ser un parapeto, una barricada, una estructura para la insurrección construida con retazos de símbolos privados.

En esta obra cristaliza el interés del artista por expresar en el terreno de lo simbólico la rebeldía ante la sumisión de lo particular a lo general; del instinto individual ante la razón comunal, de la excepción ante la norma. La tensión entre las pasiones privadas y las regulaciones sociales se refleja perfectamente, para Tahiche, en las imágenes de las ceremonias y ritos de los desfiles: las procesiones, el carnaval, las pompas fúnebres, las manifestaciones, donde de una u otra manera las diferentes expresiones individuales se recogen en una forma «artística» colectiva. Es por ello que en sus obras más razonadas [con mayor significado deliberado y por ello más interpretables en términos alegóricos] son esculturas pensadas o imaginadas como artilugios para desfiles. La cabeza de niño, con su mueca de impostada risa grotesca a la manera de las esculturas de Messerschmidt, es convertida en un cabezudo [a la vez que casco de astronauta] que el autor imagina como atrezzo para manifestaciones. Y sus grupos escultóricos, con rocambolescas escenas inspiradas en las fabulaciones psicóticas de El Bosco, son concebidos como una especie de emulación política de los dioramas de la cerámica decorativa, y se presentan como maquetas de carrozas para desfiles; maquinaria, en definitiva, con que trasladar comentarios sobre la realidad al ámbito público.

La última sala, la más oscura y perturbadora, está dedicada al delirio. El teatro urdido por Tahiche Díaz escenifica aquí el desvarío del astronauta. Bajo esta textura, la versión cómica y a la vez amarga del discurso trascendente sobre el arte: la imagen patética de un artista [ese sujeto que se cree con agencia, que pretende que su salto es relevante] como muñeco reprimido, como personaje delirante.

La conclusión parece ingrata. Pero creo que es más bien una última broma, la escenificación del distanciamiento de si, de la autocrítica incendiaria. Se diría que el final del trayecto culmina el ciclo de vida y olvido del conocimiento: las cerámicas salen del horno, los libros vuelven al fuego.

8 de noviembre de 2015.

En un domingo raro, soleado, del otoño más seco de los últimos tiempos, volví a Bajamar. Era un día apacible de esos que invitan a hacer del viaje un paseo. Música amable en el coche y una carretera acogedora, conducía sin prisas, disfrutando la caricia del viento en mi mano apoyada en la ventana.

La entrada del apartamento exhala el olor del asado del almuerzo. Últimamente, me dice Tahiche, está cocinando bastante al horno. El naranja encendido dela resistencia eléctrica le baña la cara cuando abre el portón para pinchar la carne. Parece que le falta unos minutos.

La primera vez que hablamos de esta exposición, Tahiche definía su proyecto como un «canto al conocimiento, a la ciencia y al arte». Citaba un conocido aforismo de Goethe, «Quien posee ciencia y arte también tiene religión; quien no posee una ni otra, ¡tenga religión!», una frase que parece tener un claro significado en el sentido de establecer la superioridad del conocimiento científico y artístico, indicando que las personas ilustradas no necesitan la religión en tanto que herramienta primitiva para comprender la realidad. Por lo mismo, la religión sería el recurso al que acuden para ubicarse en el mundo aquellos que carecen de cultura y conocimiento.

Sin embargo, para muchos, la intención de la frase no está tan clara. El imperativo “¡tenga religión!” [der habe Religion] puede interpretarse como la obligación o la necesidad de tener religión. Dicho de otra manera, el aforismo podría sugerir que la religión es solamente un consuelo para aquellos que tienen la desgracia de no tener cultura, pero también lo contrario, es decir, la necesidad imperativa de la religión; aunque ésta pueda ser la ciencia y el arte.

¿Qué quiso decir realmente Goethe con su declaración? Difícil saberlo, al menos a partir de esa única frase. Sin embargo, pienso que la interpretación, más sencilla, de la religión como un sustituto del verdadero conocimiento, tiene poco interés. La otra interpretación, la que sugiere que la religión es necesaria para el ser humano y que, por ello, el arte y la ciencia son en realidad sustitutos de la experiencia religiosa, me parece, por endiablada, una versión mucho más atractiva.

Pero lo que me intriga aquí no es lo que quiso decir Goethe, sino lo que quiso decir Tahiche Díaz al citar a Goethe. Dicho de otra forma, su «canto al conocimiento, a la ciencia y al arte» parece apuntar a la admiración hacia las formas en que se expresa el pensamiento, pero acaso podría perfectamente señalar que el arte y la ciencia «contienen» la religión y la desarrollan, pues la religión [o mejor dicho, la divinidad] es la base ontológica de todo. Y en la época contemporánea, cabría postular que la forma de acceder a lo divino sea, mejor que por el culto o la devoción, a través del arte y de la ciencia. La propuesta de Tahiche del proceso artístico como expedición y, en cierta manera, como viaje iniciático, anclado además en la dimensión trascendente de la experiencia artística privada y proyectado hacia el ámbito de lo simbólico, si no es una vivencia religiosa, desde luego se parece a la forma en que se vive la espiritualidad en las variantes místicas de algunas religiones.

En realidad, la metáfora del viaje tiene bastante recorrido: ha sido usada desde antiguo para hablar de la vida, de la muerte, de la poesía, también del delirio. Y, en la época de las exploraciones, cuando Occidente se asomó a un mundo inmenso hasta entonces inexplorado, el viaje se convierte en imagen del conocimiento, en la medida en que la exploración aparece no sólo como el proceso por el que se accede [y se domina] a lo otro, sino también en el vehículo que desarrolla las herramientas conceptuales para comprenderlo.

Claro que en términos de discurso filosófico [no geopolítico o económico] el concepto de viaje está focalizado en el sujeto, que es quien tiene la experiencia y por ello genera el conocimiento. Es decir, la llave misma del valor alegórico del viaje no está en el acto de viajar, sino en el viajero mismo. Es por ello que en el proyecto de Tahiche Díaz, tiene tanta presencia su propia figura; lo cual sitúa las coordenadas de esa expedición en el terreno del viaje iniciático o interior; de ahí la coherencia que, en mi opinión, tiene relacionar su proyecto con las idas y venidas de Dante por el infierno.

Hay que observar, no obstante, que en este caso el artista está retratado como un madelman, un muñeco que remite directamente tanto a la idea de juego [está hecho para ensayar acciones y roles en el terreno del imaginario] como a la idea de maqueta [su presencia tiende a resetear la instalación como diorama], y por ello señala que el discurso se mueve en realidad en el territorio de la representación. Más que a Darwin, el astronauta se parece al personaje que, mirando al paisaje en el cuadro de Friedrich, define el arquetipo de una nueva relación con la naturaleza.

Se da entonces la circunstancia curiosa de que en la exposición coinciden dos elementos aparentemente antagónicos: la presentación de unas estructuras formales que desarrollan un juego de ficciones con el lenguaje y la representación, con una dimensión vivencial y privada de la experiencia artística. Así que, de alguna manera hay ciencia, sí, pero también hay religión.

Entonces, ¿qué quiso decir realmente Tahiche Díaz con su exposición? Difícil saberlo, en un proyecto que es un infierno de matices, pero diría que lo formal, en toda su obra, es ante todo un artilugio retórico y que al hacerlo coincidir con la lógica de una ficción literaria, adquiere una dimensión adicional que remite en bucle al orden del propio discurso: la exposición es maqueta de la forma del pensamiento artístico que es, a su vez, el origen de la exposición. Y a la vez el artista, que es hombre inteligente, ha identificado el valor de la experiencia privada como pieza en el juego de lo político. Así que el aspecto vital del viaje aparece en una doble versión, por una parte es circunstancia real, por otra es un elemento de lenguaje, una parte más del relato, una finta retórica dentro de otra finta retórica.

Cavilando estas cuestiones, mientras curioseaba por el estudio, me descubrí pensando que realmente el artista, como Dante, [como el propio Goethe en su famoso viaje] había aprovechado su descenso al infierno para reinventarse.

Aunque este no es más que un pensamiento poético de esos que se le ocurren a quien tiene que hablar sobre objetos que huyen de las palabras. En realidad, nunca ha habido descenso al infierno, ni viaje, ni religión, ni patas simbólicas de elefante. Todo son comedias, estrategias discursivas que, al fin y al cabo, más que el barro, son la materia prima y la textura del trabajo de Tahiche Díaz.

La carne estaba impecable, hay que decirlo; me fui del estudio agradecido y satisfecho. Tengo que comentarle algún día que una rama de romero en el horno le da un punto interesante al asado. De vuelta a casa, en la radio de mi coche suena una canción de Vetusta Morla: «como un funambulista imbatible, dibuja en braile los pasos del siguiente mortal».


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